Por Neva Milicic, sicóloga
Sin duda ser madre es un maravilloso regalo de la vida, pero, a la vez, una experiencia muy demandante. Observar a una madre mientras mira a su hijo recién nacido es un instante conmovedor.
Cuando un niño llega al mundo dos personas nuevas nacen, una madre y un hijo. La primera separación entre ambos la constituye el parto, que marca el inicio de una nueva etapa que estará marcada por las demandas del hijo a la madre. Ella, gracias a la ocitocina que se produce en el embarazo y en el parto, está biológicamente programada para recibir al niño, en la mayoría de los casos con un amor incondicional y, por supuesto, para cumplir las demandas de atención, que de diversas formas cruzarán todo el proceso de crianza.
Las atenciones que el niño demanda suponen una enorme disponibilidad de las madres y es la clave del vínculo afectivo madre–hijo. Uno de los factores centrales para un apego seguro, que será la base de la estabilidad emocional de los niños, es la disponibilidad de la madre, para atender las múltiples necesidades de los niños, que van cambiando en el transcurso del desarrollo. Estar atenta a estas necesidades y ser sensible a las demandas del hijo, es esencial para que la relación esté marcada por un signo positivo.
El bienestar del recién nacido depende de estar confortablemente alimentado, limpio, acariciado y estimulado. Los niños expresan sus necesidades a través de diferentes formas de llanto. Su llanto cuando llora de frío, de hambre, de sueño o porque necesita compañía es distinto y las madres son capaces de diferenciarlos.
Cuando aprende a caminar es necesario cuidarlo para que al entregar la autonomía que necesita, no corra riesgos para su integridad física. En esta etapa el niño necesita sentirse mirado orgullosamente por su madre. En este período aprende a decir mamá, habitualmente su primera palabra, cada vez que se encuentra en apuros. La disponibilidad de la madre para socorrerlo cuando está en apuros será esencial. Mamá también es la última palabra que dicen la mayoría de las personas antes de morir. Así de fuerte es el vínculo madre–hijo.
En el período preescolar, aumenta su lenguaje y su exploración y algunas frases frecuentes de escuchar en los niños con buen apego son: "Mamá, ven", "Mamá, mírame", "Mamá, ayúdame", "¿Mamá, me quieres?". En este período los niños quieren y necesitan jugar con sus madres, y son ellas con quienes más aprenden.
Al alcanzar la etapa escolar, el niño es más independiente, muchas veces las madres se tornan más exigentes con ellos, con lo que suelen haber conflictos en la relación. Lo que más molesta a los niños en edad escolar es el exceso de crítica y que las madres los griten, los apuren o exijan mucho. Por eso suelen decir: "Mi mamá está siempre apurándome", "Nunca me encuentra nada bueno", "Me gusta cuando está cariñosa".
Junto a esta actitud más crítica, a los niños en edad escolar les da una enorme felicidad saber que su madre está en la casa cuando llega. Valoran la presencia de ella en sus momentos críticos o decisivos y les gusta que les expresen su amor incondicional, así como que los acompañen y que los escuchen.
La adolescencia marca una etapa crítica en la relación. Sobre todo por el aumento de las demandas escolares junto con las necesidades de independencia y autonomía de los adolescentes, que exigen un trato más igualitario. En esta etapa se pone en jaque la incondicionalidad del amor de los padres. Muchas madres deben trabajar fuertemente el tema de la aceptación para lograr vincularse, con un hijo o una hija, que a veces piensa, se viste y quiere hacer cosas que son diferentes y opuestas al modelo familiar.
Los adolescentes sienten, en su mayoría, que las madres los infantilizan y que no escuchan sus necesidades. Pero ellos, pese a sus reclamos, necesitan para su sano desarrollo de la presencia y de la contención de sus madres. Es a ella a quien dirigen sus llamadas de auxilio, cuando están en problemas.
Cuando el paso por la adolescencia se logra de una manera razonable y se conservan los vínculos afectivos con la madre, esta relación será una base de seguridad para que en la edad adulta puedan construir su propio proyecto vital, manteniendo un vínculo positivo con su familia de origen y así poder transformarse a su vez en buenos padres.
Sin duda ser madre es un maravilloso regalo de la vida, pero, a la vez, una experiencia muy demandante. Observar a una madre mientras mira a su hijo recién nacido es un instante conmovedor.
Cuando un niño llega al mundo dos personas nuevas nacen, una madre y un hijo. La primera separación entre ambos la constituye el parto, que marca el inicio de una nueva etapa que estará marcada por las demandas del hijo a la madre. Ella, gracias a la ocitocina que se produce en el embarazo y en el parto, está biológicamente programada para recibir al niño, en la mayoría de los casos con un amor incondicional y, por supuesto, para cumplir las demandas de atención, que de diversas formas cruzarán todo el proceso de crianza.
Las atenciones que el niño demanda suponen una enorme disponibilidad de las madres y es la clave del vínculo afectivo madre–hijo. Uno de los factores centrales para un apego seguro, que será la base de la estabilidad emocional de los niños, es la disponibilidad de la madre, para atender las múltiples necesidades de los niños, que van cambiando en el transcurso del desarrollo. Estar atenta a estas necesidades y ser sensible a las demandas del hijo, es esencial para que la relación esté marcada por un signo positivo.
El bienestar del recién nacido depende de estar confortablemente alimentado, limpio, acariciado y estimulado. Los niños expresan sus necesidades a través de diferentes formas de llanto. Su llanto cuando llora de frío, de hambre, de sueño o porque necesita compañía es distinto y las madres son capaces de diferenciarlos.
Cuando aprende a caminar es necesario cuidarlo para que al entregar la autonomía que necesita, no corra riesgos para su integridad física. En esta etapa el niño necesita sentirse mirado orgullosamente por su madre. En este período aprende a decir mamá, habitualmente su primera palabra, cada vez que se encuentra en apuros. La disponibilidad de la madre para socorrerlo cuando está en apuros será esencial. Mamá también es la última palabra que dicen la mayoría de las personas antes de morir. Así de fuerte es el vínculo madre–hijo.
En el período preescolar, aumenta su lenguaje y su exploración y algunas frases frecuentes de escuchar en los niños con buen apego son: "Mamá, ven", "Mamá, mírame", "Mamá, ayúdame", "¿Mamá, me quieres?". En este período los niños quieren y necesitan jugar con sus madres, y son ellas con quienes más aprenden.
Al alcanzar la etapa escolar, el niño es más independiente, muchas veces las madres se tornan más exigentes con ellos, con lo que suelen haber conflictos en la relación. Lo que más molesta a los niños en edad escolar es el exceso de crítica y que las madres los griten, los apuren o exijan mucho. Por eso suelen decir: "Mi mamá está siempre apurándome", "Nunca me encuentra nada bueno", "Me gusta cuando está cariñosa".
Junto a esta actitud más crítica, a los niños en edad escolar les da una enorme felicidad saber que su madre está en la casa cuando llega. Valoran la presencia de ella en sus momentos críticos o decisivos y les gusta que les expresen su amor incondicional, así como que los acompañen y que los escuchen.
La adolescencia marca una etapa crítica en la relación. Sobre todo por el aumento de las demandas escolares junto con las necesidades de independencia y autonomía de los adolescentes, que exigen un trato más igualitario. En esta etapa se pone en jaque la incondicionalidad del amor de los padres. Muchas madres deben trabajar fuertemente el tema de la aceptación para lograr vincularse, con un hijo o una hija, que a veces piensa, se viste y quiere hacer cosas que son diferentes y opuestas al modelo familiar.
Los adolescentes sienten, en su mayoría, que las madres los infantilizan y que no escuchan sus necesidades. Pero ellos, pese a sus reclamos, necesitan para su sano desarrollo de la presencia y de la contención de sus madres. Es a ella a quien dirigen sus llamadas de auxilio, cuando están en problemas.
Cuando el paso por la adolescencia se logra de una manera razonable y se conservan los vínculos afectivos con la madre, esta relación será una base de seguridad para que en la edad adulta puedan construir su propio proyecto vital, manteniendo un vínculo positivo con su familia de origen y así poder transformarse a su vez en buenos padres.