Por Neva Milicic, sicóloga.
Todos tenemos una especie de programa interno en que cuando alguien se comporta de manera que nos parece poco aceptable, tendemos a enviar una advertencia, que toma la forma de una amenaza para buscar cumplir los objetivos.
Sin duda, muchas amenazas constituyen un abuso de poder. Si se hacen en el contexto de manipular la conducta del otro son percibidas por los niños muchas veces con una clara connotación agresiva, que habitualmente se refleja en plano verbal y no verbal.
Es un tipo de relación más bien mercantilista. Si usted no paga el dividendo de su casa, ella le será sacada a remate. Esto que es aceptable en una lógica comercial, muchas veces implacable, parece peligroso al ser usado en el contexto educativo. Además, las amenazas suelen ser bastante poco efectivas.
Un niño sabe que si tiene notas insuficientes, deberá repetir el curso. Que el profesor o profesora le recuerden frecuentemente en forma amenazante, opera como una especie de profecía autocumplida y muchas veces es sentida por los alumnos o las alumnas como un deseo de venganza, y perciben en el fondo que sería lo que el adulto está deseando que suceda. Obviamente quien percibe esto se sentirá disminuido, y se le alterarán los vínculos con la persona que amenaza.
Los contextos amenazantes son muy desestabilizadores y producen gran ansiedad, lo que no es trivial con la epidemia de ataques de pánico en niños y adolescentes que nos toca observar. El uso y abuso de la amenaza en los niños pequeños y también en los niños mayores deteriora la relación. El que amenaza es sin duda una persona más bien temida, que una persona amada. Es una persona que usa su poder para castigar y no para enseñar. No está intentando convencer o persuadir, sino que está logrando que el niño o la niña actúen por amedrentamiento más que por convencimiento.
De algún modo, las amenazas colocan al niño en una situación de abierta inferioridad moral, “eres tan malo”, que me veo obligado a amenazarte para que hagas lo que yo digo, porque tú no eres capaz de aprender de otra manera, ni sabes discernir entre el bien y el mal.
Una cosa es que los niños aprendan con las consecuencias de sus actos, por ejemplo, si pelean con la televisión y no se ponen de acuerdo en lo que van a ver, no hay más tele por hoy. Una cosa muy diferente es realizar amenazas inespecíficas cargadas de incertidumbre, como decir por ejemplo, “si sigues portándote mal, vas a ver lo que te va a pasar” o “vas a ver cuando llegue tu papá”.
Una cosa es dar una sanción y conversar con el niño para ver cómo se puede evitar que repita una acción negativa en el futuro, y otra cosa muy distinta es amenazarlo con situaciones que producen ansiedad difusa.
Obviamente cuando los padres usan este tipo de estrategia no lo hacen con la intención de dañar al niño ni para alterar el vínculo entre ambos, sino porque habitualmente se encuentran sobrepasados. Si con mucha frecuencia siente que se sobrepasa, pida ayuda y cálmese antes de actuar.
Deje que el niño reflexione en lo que no estuvo bien hecho sin crearle demasiadas culpas; es mejor ayudarlo a pensar “qué podemos hacer para que en el futuro las cosas caminen mejor”. Recalcar lo positivo es siempre un mejor camino que machacar en forma majadera lo que está mal, amenazando con castigos y sanciones, que (por suerte) raramente se cumplen, pero que le restan autoridad.
Recuerde que una gota de miel tiene más efecto que un tonel de miel. En las amenazas resulta difícil para el niño amenazado percibir el amor de sus padres. Y el amor de sus padres es esencial para su crecimiento espiritual y emocional.
Todos tenemos una especie de programa interno en que cuando alguien se comporta de manera que nos parece poco aceptable, tendemos a enviar una advertencia, que toma la forma de una amenaza para buscar cumplir los objetivos.
Sin duda, muchas amenazas constituyen un abuso de poder. Si se hacen en el contexto de manipular la conducta del otro son percibidas por los niños muchas veces con una clara connotación agresiva, que habitualmente se refleja en plano verbal y no verbal.
Es un tipo de relación más bien mercantilista. Si usted no paga el dividendo de su casa, ella le será sacada a remate. Esto que es aceptable en una lógica comercial, muchas veces implacable, parece peligroso al ser usado en el contexto educativo. Además, las amenazas suelen ser bastante poco efectivas.
Un niño sabe que si tiene notas insuficientes, deberá repetir el curso. Que el profesor o profesora le recuerden frecuentemente en forma amenazante, opera como una especie de profecía autocumplida y muchas veces es sentida por los alumnos o las alumnas como un deseo de venganza, y perciben en el fondo que sería lo que el adulto está deseando que suceda. Obviamente quien percibe esto se sentirá disminuido, y se le alterarán los vínculos con la persona que amenaza.
Los contextos amenazantes son muy desestabilizadores y producen gran ansiedad, lo que no es trivial con la epidemia de ataques de pánico en niños y adolescentes que nos toca observar. El uso y abuso de la amenaza en los niños pequeños y también en los niños mayores deteriora la relación. El que amenaza es sin duda una persona más bien temida, que una persona amada. Es una persona que usa su poder para castigar y no para enseñar. No está intentando convencer o persuadir, sino que está logrando que el niño o la niña actúen por amedrentamiento más que por convencimiento.
De algún modo, las amenazas colocan al niño en una situación de abierta inferioridad moral, “eres tan malo”, que me veo obligado a amenazarte para que hagas lo que yo digo, porque tú no eres capaz de aprender de otra manera, ni sabes discernir entre el bien y el mal.
Una cosa es que los niños aprendan con las consecuencias de sus actos, por ejemplo, si pelean con la televisión y no se ponen de acuerdo en lo que van a ver, no hay más tele por hoy. Una cosa muy diferente es realizar amenazas inespecíficas cargadas de incertidumbre, como decir por ejemplo, “si sigues portándote mal, vas a ver lo que te va a pasar” o “vas a ver cuando llegue tu papá”.
Una cosa es dar una sanción y conversar con el niño para ver cómo se puede evitar que repita una acción negativa en el futuro, y otra cosa muy distinta es amenazarlo con situaciones que producen ansiedad difusa.
Obviamente cuando los padres usan este tipo de estrategia no lo hacen con la intención de dañar al niño ni para alterar el vínculo entre ambos, sino porque habitualmente se encuentran sobrepasados. Si con mucha frecuencia siente que se sobrepasa, pida ayuda y cálmese antes de actuar.
Deje que el niño reflexione en lo que no estuvo bien hecho sin crearle demasiadas culpas; es mejor ayudarlo a pensar “qué podemos hacer para que en el futuro las cosas caminen mejor”. Recalcar lo positivo es siempre un mejor camino que machacar en forma majadera lo que está mal, amenazando con castigos y sanciones, que (por suerte) raramente se cumplen, pero que le restan autoridad.
Recuerde que una gota de miel tiene más efecto que un tonel de miel. En las amenazas resulta difícil para el niño amenazado percibir el amor de sus padres. Y el amor de sus padres es esencial para su crecimiento espiritual y emocional.