Por Neva Milicic, sicóloga.
Si hay una experiencia que para ser elaborada, necesita plantearse la necesidad de trascender, ella es la muerte. Es esencial encontrar un sentido a la muerte, a través lo que las personas que se han ido han hecho y en lo que han creído.
Los niños y los adolescentes se encuentran expuestos a la experiencia de la muerte de diversas formas, ya sea por lo que le puede tocar vivir en el contexto familiar, o por lo que puede suceder en el jardín infantil o en el colegio con algún compañero o con sus profesores. Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, quizás por el fuerte impacto emocional que la vivencia de la muerte produce y evoca, se tiende más bien a tratarlo en forma superficial o a evitar el tema. A diferencia de las culturas orientales en que los niños crecen familiarizados con la idea de la muerte.
Esta evitación de nuestra cultura es una forma defensiva de negación, de lo dolorosa que es la muerte. Prácticamente el luto ya no existe, las ritos se han reducido al mínimo, en probablemente un intento de negar la realidad de los continuas pérdidas que significa el vivir, de la cual sin duda la más fuerte pérdida la constituye la muerte.
Como plantea Joan-Carles Melich, de la Universidad Autónoma de Barcelona en el prólogo del excelente libro de Concepción Poch, “La muerte y el duelo en el contexto educativo”, la vida y la muerte son procesos íntimamente ligados. Él escribió: “Así pues, vida y muerte no son dos entidades contrapuestas, como suele entenderse, sino todo lo contrario nuestra visión de la vida depende en gran medida de nuestra visión de la muerte y viceversa”.
A veces la vida nos regala un tiempo para estar con la persona que se va a ir, el que puede transformarse en un tiempo de lograr un encuentro afectivo más profundo, en que pueden saldarse las deudas de gratitud o hacer una recuperación y sanación de antiguas heridas en la relación.
El valorar lo que ha hecho una persona y lo que ha entregado en su vida, es una maravillosa oportunidad de resaltar los valores que guiaron el actuar de esa persona en la vida.
Cada persona que se va, nos entrega un legado de valores que se relevan y aparecen al momento de su muerte. Cuando murió mi amiga Mabel Condemarín, que es posiblemente quien más me ha aportado a la enseñanza de la lectura en América Latina, junto a las flores que la acompañaban en el momento de su partida, estaban colocados todos sus libros, que fueron uno de los grandes aportes que ella hizo a la educación chilena.
A través de las anécdotas más simples, que los niños recuerdan de las personas que se han ido, van apareciendo los valores que guiaron la misión que esa persona trae. Al hacerlo se resalta lo que deja como herencia y lo que habría que seguir construyendo a partir de allí. La persona no está, los recuerdos, los valores y sus obras quedan grabados para siempre, en la memoria emocional de los que quedan, como un tesoro que no pude ser arrebatado, que da consuelo y que permite encontrar un lugar al dolor, para que ese recuerdo nos permita convertirnos en mejores personas.
Recuerde siempre, frente a la muerte, dejar espacio para que los niños puedan construir un relato, en que estén presente sus penas, sus temores, pero también sus recuerdos y sus alegrías con la persona que se fue.
Si hay una experiencia que para ser elaborada, necesita plantearse la necesidad de trascender, ella es la muerte. Es esencial encontrar un sentido a la muerte, a través lo que las personas que se han ido han hecho y en lo que han creído.
Los niños y los adolescentes se encuentran expuestos a la experiencia de la muerte de diversas formas, ya sea por lo que le puede tocar vivir en el contexto familiar, o por lo que puede suceder en el jardín infantil o en el colegio con algún compañero o con sus profesores. Sin embargo, a pesar de todas estas evidencias, quizás por el fuerte impacto emocional que la vivencia de la muerte produce y evoca, se tiende más bien a tratarlo en forma superficial o a evitar el tema. A diferencia de las culturas orientales en que los niños crecen familiarizados con la idea de la muerte.
Esta evitación de nuestra cultura es una forma defensiva de negación, de lo dolorosa que es la muerte. Prácticamente el luto ya no existe, las ritos se han reducido al mínimo, en probablemente un intento de negar la realidad de los continuas pérdidas que significa el vivir, de la cual sin duda la más fuerte pérdida la constituye la muerte.
Como plantea Joan-Carles Melich, de la Universidad Autónoma de Barcelona en el prólogo del excelente libro de Concepción Poch, “La muerte y el duelo en el contexto educativo”, la vida y la muerte son procesos íntimamente ligados. Él escribió: “Así pues, vida y muerte no son dos entidades contrapuestas, como suele entenderse, sino todo lo contrario nuestra visión de la vida depende en gran medida de nuestra visión de la muerte y viceversa”.
A veces la vida nos regala un tiempo para estar con la persona que se va a ir, el que puede transformarse en un tiempo de lograr un encuentro afectivo más profundo, en que pueden saldarse las deudas de gratitud o hacer una recuperación y sanación de antiguas heridas en la relación.
El valorar lo que ha hecho una persona y lo que ha entregado en su vida, es una maravillosa oportunidad de resaltar los valores que guiaron el actuar de esa persona en la vida.
Cada persona que se va, nos entrega un legado de valores que se relevan y aparecen al momento de su muerte. Cuando murió mi amiga Mabel Condemarín, que es posiblemente quien más me ha aportado a la enseñanza de la lectura en América Latina, junto a las flores que la acompañaban en el momento de su partida, estaban colocados todos sus libros, que fueron uno de los grandes aportes que ella hizo a la educación chilena.
A través de las anécdotas más simples, que los niños recuerdan de las personas que se han ido, van apareciendo los valores que guiaron la misión que esa persona trae. Al hacerlo se resalta lo que deja como herencia y lo que habría que seguir construyendo a partir de allí. La persona no está, los recuerdos, los valores y sus obras quedan grabados para siempre, en la memoria emocional de los que quedan, como un tesoro que no pude ser arrebatado, que da consuelo y que permite encontrar un lugar al dolor, para que ese recuerdo nos permita convertirnos en mejores personas.
Recuerde siempre, frente a la muerte, dejar espacio para que los niños puedan construir un relato, en que estén presente sus penas, sus temores, pero también sus recuerdos y sus alegrías con la persona que se fue.