Por Cecilia Banz, psicóloga.
En días pasados el país se conmocionó con la imagen de una estudiante de 14 años arrojando un jarro de agua a la ministra de Educación. Algunas de las reacciones iniciales son preocupantes educativamente hablando. Se tienden a alinear en dos polos: comprender y justificar la acción o considerar el hecho como inconcebible, aconsejando castigar severamente.
Si el objetivo es educativo, el camino no está en ninguna de las perspectivas anteriores. No sirve sólo "comprender" sin acción educativa. Tampoco el castigo impuesto desde afuera, que termina victimizando al castigado, sin lograr que comprenda el valor que deseamos que construya.
Cabe aprovechar la oportunidad que nos otorga este episodio para visualizar mejores maneras de enfrentarlo. Hay otros niños y jóvenes, y también adultos, que cometen este tipo de acciones desmedidas.
Toda acción educativa debiese partir de la profunda comprensión del marco del otro, entendiendo su circunstancia, su emoción, desde dónde actúa y qué mensaje está dando. La mayor parte de los actos disruptivos de los niños y adolescentes son mensajes para nosotros, los adultos, que debemos descifrar.
Escuchar su punto de vista, sin cegarnos por nuestras propias concepciones será lo que permita el diálogo y la posibilidad de ayudarle a incorporar lógicas distintas de comprensión y acción sobre el mundo. Si tenemos éxito, contribuiremos al desarrollo de un sujeto que actúa por convicción y que reconoce en el diálogo respetuoso otras posibilidades, distintas al acto agresivo, de canalizar el dolor, la rabia o el descontento.
Por cierto, la posibilidad de dialogar requiere de un vínculo entre educador y educando, de modo que este último se perciba respetado y considerado en su individualidad. Si el vínculo está roto o deteriorado, será importante buscar otros caminos de llegada que permitan reconstruir los puentes y renovar las confianzas.
Lo importante es no cejar. Renunciar a educar a uno de nuestros niños o niñas es, finalmente, excluirlo.
En días pasados el país se conmocionó con la imagen de una estudiante de 14 años arrojando un jarro de agua a la ministra de Educación. Algunas de las reacciones iniciales son preocupantes educativamente hablando. Se tienden a alinear en dos polos: comprender y justificar la acción o considerar el hecho como inconcebible, aconsejando castigar severamente.
Si el objetivo es educativo, el camino no está en ninguna de las perspectivas anteriores. No sirve sólo "comprender" sin acción educativa. Tampoco el castigo impuesto desde afuera, que termina victimizando al castigado, sin lograr que comprenda el valor que deseamos que construya.
Cabe aprovechar la oportunidad que nos otorga este episodio para visualizar mejores maneras de enfrentarlo. Hay otros niños y jóvenes, y también adultos, que cometen este tipo de acciones desmedidas.
Toda acción educativa debiese partir de la profunda comprensión del marco del otro, entendiendo su circunstancia, su emoción, desde dónde actúa y qué mensaje está dando. La mayor parte de los actos disruptivos de los niños y adolescentes son mensajes para nosotros, los adultos, que debemos descifrar.
Escuchar su punto de vista, sin cegarnos por nuestras propias concepciones será lo que permita el diálogo y la posibilidad de ayudarle a incorporar lógicas distintas de comprensión y acción sobre el mundo. Si tenemos éxito, contribuiremos al desarrollo de un sujeto que actúa por convicción y que reconoce en el diálogo respetuoso otras posibilidades, distintas al acto agresivo, de canalizar el dolor, la rabia o el descontento.
Por cierto, la posibilidad de dialogar requiere de un vínculo entre educador y educando, de modo que este último se perciba respetado y considerado en su individualidad. Si el vínculo está roto o deteriorado, será importante buscar otros caminos de llegada que permitan reconstruir los puentes y renovar las confianzas.
Lo importante es no cejar. Renunciar a educar a uno de nuestros niños o niñas es, finalmente, excluirlo.