Por Neva Milicic, sicóloga.
He tomado el nombre poco esperanzador de este capítulo del libro del psiquiatra italiano, Luigi Cancrini, Océano Bordeline, que -si bien es su libro especializado orientado a psicólogos y psiquiatras para quienes debiera constituir una lectura obligatoria- presenta una lúcida reflexión, sobre los efectos de una infancia que es atendida en forma negligente, y acerca de cómo la negligencia afectiva, afecta la formación de la estructura de personalidad de los niños, dejándola expuesta a daños que serán difícilmente recuperables.
Estoy segura, que los hijos y las hijas de los lectores de esta columna, no caerán dentro de esta categoría, pero quisiera recalcar cómo todos somos co-responsables de los niños que nos rodean y de pensar, cómo podemos contribuir a que tengan infancias más felices y mejores sistemas educativos.
El psiquiatra chileno radicado en España, Jorge Barudy, plantea algo que me hace mucho sentido, que se dice en África: “Se necesita toda una tribu para cuidar un niño”. Con esta idea en mente cabe preguntarnos: ¿Cómo contribuimos cada uno de nosotros a la felicidad de nuestros niños?.
Cancrini analizando a uno de sus pacientes con trastornos de personalidad antisocial, es decir personas que han delinquido, sostiene que en las personalidades de esta naturaleza, han influido dos elementos esenciales. Textualmente plantea: “La negligencia y el rechazo que el niño ha aprendido a sufrir en silencio (su llanto no convoca a nadie a su lado), se transforma fácilmente en agresividad, pero también se presenta como una forma de distanciamiento negligente y de aparente indiferencia por la vida, por la suerte del otro, a quien le causa sufrimiento o daño”.
Prestar atención a las necesidades infantiles, es una de las formas en que los niños van creando vínculos de ternura y apego. El abandono que siente un niño, que no es atendido y bien tratado pasa la cuenta posteriormente, no sólo a la salud mental de ese niño, sino que afecta a la sociedad.
No es trivial que se atienda al llanto de los niños, que es la forma de expresión natural cuando son pequeños. Tampoco que más grandes requieran de cuidado y atención.
Continúa diciendo más adelante: “La falta de respeto que los adultos mostraban por el niño indefenso cuando le pegaban y/o le humillaban sin reconocimiento, lo transforma en una persona con rasgos antisociales que ejerce la violencia de modo más o menos casual, contra personas a las que no conoce, ni reconoce”. Esto nos alerta a lo destructivo que es el castigo físico, aplicado por las personas que debían cuidar al niño.
Otro elemento esencial que recuerdan los niños que han tenido infancias no felices, es la continua presencia de desvalorizaciones denigrantes, que afectan la formación de su imagen personal, ya que constituye una disconfirmación continua de las personas, que deberían ser más nutritivas. A veces buenos padres, utilizan estas desvalorizaciones como un medio que equivocadamente piensan educativo o como una forma de desahogarse, utilizando frases del tipo: “Cómo puede ser tan tonto”, “Otra vez lo echaste a perder”. Hay padres que por su estructura de personalidad, o por la forma en que fueron educados, tienden a utilizar esta forma de relación que -además de hacer sentir al niño que no vale mucho y que no es capaz de nada-, daña la relación con sus padres, a quienes pueden llegar a sentir más como perseguidores que como figuras protectoras.
Para que los niños puedan tener una infancia “suficientemente feliz”, ninguna lo es del todo, se requiere de padres con capacidad para estar alerta a sus necesidades y sufrimiento. Que, a pesar de lo adversas que puedan ser las situaciones, sean puntos de referencia seguros, que al niño le dan sensación de cuidado, amor y protección.
Y es nuestro deber estar atentos y ver cómo podemos ayudar a aquellos niños, que están muy cerca nuestro, a tener infancias felices.
He tomado el nombre poco esperanzador de este capítulo del libro del psiquiatra italiano, Luigi Cancrini, Océano Bordeline, que -si bien es su libro especializado orientado a psicólogos y psiquiatras para quienes debiera constituir una lectura obligatoria- presenta una lúcida reflexión, sobre los efectos de una infancia que es atendida en forma negligente, y acerca de cómo la negligencia afectiva, afecta la formación de la estructura de personalidad de los niños, dejándola expuesta a daños que serán difícilmente recuperables.
Estoy segura, que los hijos y las hijas de los lectores de esta columna, no caerán dentro de esta categoría, pero quisiera recalcar cómo todos somos co-responsables de los niños que nos rodean y de pensar, cómo podemos contribuir a que tengan infancias más felices y mejores sistemas educativos.
El psiquiatra chileno radicado en España, Jorge Barudy, plantea algo que me hace mucho sentido, que se dice en África: “Se necesita toda una tribu para cuidar un niño”. Con esta idea en mente cabe preguntarnos: ¿Cómo contribuimos cada uno de nosotros a la felicidad de nuestros niños?.
Cancrini analizando a uno de sus pacientes con trastornos de personalidad antisocial, es decir personas que han delinquido, sostiene que en las personalidades de esta naturaleza, han influido dos elementos esenciales. Textualmente plantea: “La negligencia y el rechazo que el niño ha aprendido a sufrir en silencio (su llanto no convoca a nadie a su lado), se transforma fácilmente en agresividad, pero también se presenta como una forma de distanciamiento negligente y de aparente indiferencia por la vida, por la suerte del otro, a quien le causa sufrimiento o daño”.
Prestar atención a las necesidades infantiles, es una de las formas en que los niños van creando vínculos de ternura y apego. El abandono que siente un niño, que no es atendido y bien tratado pasa la cuenta posteriormente, no sólo a la salud mental de ese niño, sino que afecta a la sociedad.
No es trivial que se atienda al llanto de los niños, que es la forma de expresión natural cuando son pequeños. Tampoco que más grandes requieran de cuidado y atención.
Continúa diciendo más adelante: “La falta de respeto que los adultos mostraban por el niño indefenso cuando le pegaban y/o le humillaban sin reconocimiento, lo transforma en una persona con rasgos antisociales que ejerce la violencia de modo más o menos casual, contra personas a las que no conoce, ni reconoce”. Esto nos alerta a lo destructivo que es el castigo físico, aplicado por las personas que debían cuidar al niño.
Otro elemento esencial que recuerdan los niños que han tenido infancias no felices, es la continua presencia de desvalorizaciones denigrantes, que afectan la formación de su imagen personal, ya que constituye una disconfirmación continua de las personas, que deberían ser más nutritivas. A veces buenos padres, utilizan estas desvalorizaciones como un medio que equivocadamente piensan educativo o como una forma de desahogarse, utilizando frases del tipo: “Cómo puede ser tan tonto”, “Otra vez lo echaste a perder”. Hay padres que por su estructura de personalidad, o por la forma en que fueron educados, tienden a utilizar esta forma de relación que -además de hacer sentir al niño que no vale mucho y que no es capaz de nada-, daña la relación con sus padres, a quienes pueden llegar a sentir más como perseguidores que como figuras protectoras.
Para que los niños puedan tener una infancia “suficientemente feliz”, ninguna lo es del todo, se requiere de padres con capacidad para estar alerta a sus necesidades y sufrimiento. Que, a pesar de lo adversas que puedan ser las situaciones, sean puntos de referencia seguros, que al niño le dan sensación de cuidado, amor y protección.
Y es nuestro deber estar atentos y ver cómo podemos ayudar a aquellos niños, que están muy cerca nuestro, a tener infancias felices.