Si hay una muerte que desgarra el alma, que podríamos llamar antinatural, es la muerte de un hijo.
Por padre Felipe Berríos, El Mercurio.
Especialmente en este año que ya agoniza me ha tocado como sacerdote acompañar a muchos familiares que han sido testigos de cómo una enfermedad les ha ido carcomiendo la vida de sus seres queridos, hasta llegar al punto sin retorno en que la muerte se los arrebató definitivamente.
Por mucho que el ser querido haya sido de avanzada edad o su fallecimiento se anunciara con una larga enfermedad dando tiempo para prepararse y que, tal vez, la angustiosa agonía haya transformado el desenlace en un alivio, llegado el momento de la muerte, ésta golpea sin matices.
Hay algunos que usan la fe como argumento para soslayar el sufrimiento que trae aparejado toda muerte. Pero una fe auténtica debería hacernos cada día más humanos, y es tan humano sufrir ante la muerte propia o de un ser querido e, incluso, muchas veces rebelarse.
El mismo Jesús se quebró más de una vez ante la muerte de su amigo Lázaro y exclamó en su propia agonía: "Padre mío, por qué me has abandonado…".
Pero si hay una muerte que desgarra el alma, que podríamos llamar antinatural, es la muerte de un hijo. No hay dolor más ancho ni profundo que ese. Por lo mismo, no hay impotencia mayor que acompañar a una madre o un padre que ha tenido que enterrar a su hija o hijo. Es como si hubiesen sepultado su razón de existir.
Son los momentos en que las explicaciones y las palabras sobran, sólo ayuda el cariño y la compañía. Y asistir a aquellos padres para que no se metan en el callejón sin salida de la rabia, la culpa o tratar de buscar el por qué.
Algunos, para ayudar, terminan por entorpecer las cosas al tratar de consolar respondiendo infantilmente el por qué de una muerte. Así argumentan "que era tan bueno que por eso Dios lo llamó", como si la muerte fuera sólo para los "buenos", o como si Dios interviniera sin importarle el daño que pueda producir en los padres, familiares y amigos o, incluso, en terceros que, accidental o negligentemente, se vieron involucrados.
Peor aún, no faltará quien diga que la muerte del hijo "es una prueba de Dios". Como si Dios fuera un enfermo que necesitara saciar su inseguridad "probándonos" con el dolor. Ninguna madre o padre sano va a probar a sus hijos con el sufrimiento, y menos lo hará Dios.
Otros tratarán de consolar diciendo que "el hijo está mejor junto a Dios". Éste es un argumento un poco cruel, pues de alguna manera hará sentirse egoístas a los padres por desear al hijo vivo.
Paradójicamente, la Navidad que aquellos padres que han perdido un hijo viven con tanta tristeza, puede ser el nacimiento de un consuelo.
La Navidad no es un tiempo "de paz y de amor", ni es un momento para "vivirlo en familia", como nos dice la vendedora propaganda. Aunque eso suena bonito, no consuela.
La Navidad es revivir el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. Es decir, que no estamos solos y que todo lo que vivió Jesús, incluido el dolor absurdo y su muerte, no le es indiferente a Dios.
Así como Jesús hecho guagüita requirió tiempo para ir creciendo a ritmo humano, así también el dolor de los padres que han perdido un hijo requiere de tiempo para acostumbrarse a vivir con ese dolor y darle sentido.
El misterio del nacimiento de Jesús está entrelazado con su muerte. Así se nos abre la esperanza de que en toda muerte está la posibilidad de un nacer de nuevo.
Por padre Felipe Berríos, El Mercurio.
Especialmente en este año que ya agoniza me ha tocado como sacerdote acompañar a muchos familiares que han sido testigos de cómo una enfermedad les ha ido carcomiendo la vida de sus seres queridos, hasta llegar al punto sin retorno en que la muerte se los arrebató definitivamente.
Por mucho que el ser querido haya sido de avanzada edad o su fallecimiento se anunciara con una larga enfermedad dando tiempo para prepararse y que, tal vez, la angustiosa agonía haya transformado el desenlace en un alivio, llegado el momento de la muerte, ésta golpea sin matices.
Hay algunos que usan la fe como argumento para soslayar el sufrimiento que trae aparejado toda muerte. Pero una fe auténtica debería hacernos cada día más humanos, y es tan humano sufrir ante la muerte propia o de un ser querido e, incluso, muchas veces rebelarse.
El mismo Jesús se quebró más de una vez ante la muerte de su amigo Lázaro y exclamó en su propia agonía: "Padre mío, por qué me has abandonado…".
Pero si hay una muerte que desgarra el alma, que podríamos llamar antinatural, es la muerte de un hijo. No hay dolor más ancho ni profundo que ese. Por lo mismo, no hay impotencia mayor que acompañar a una madre o un padre que ha tenido que enterrar a su hija o hijo. Es como si hubiesen sepultado su razón de existir.
Son los momentos en que las explicaciones y las palabras sobran, sólo ayuda el cariño y la compañía. Y asistir a aquellos padres para que no se metan en el callejón sin salida de la rabia, la culpa o tratar de buscar el por qué.
Algunos, para ayudar, terminan por entorpecer las cosas al tratar de consolar respondiendo infantilmente el por qué de una muerte. Así argumentan "que era tan bueno que por eso Dios lo llamó", como si la muerte fuera sólo para los "buenos", o como si Dios interviniera sin importarle el daño que pueda producir en los padres, familiares y amigos o, incluso, en terceros que, accidental o negligentemente, se vieron involucrados.
Peor aún, no faltará quien diga que la muerte del hijo "es una prueba de Dios". Como si Dios fuera un enfermo que necesitara saciar su inseguridad "probándonos" con el dolor. Ninguna madre o padre sano va a probar a sus hijos con el sufrimiento, y menos lo hará Dios.
Otros tratarán de consolar diciendo que "el hijo está mejor junto a Dios". Éste es un argumento un poco cruel, pues de alguna manera hará sentirse egoístas a los padres por desear al hijo vivo.
Paradójicamente, la Navidad que aquellos padres que han perdido un hijo viven con tanta tristeza, puede ser el nacimiento de un consuelo.
La Navidad no es un tiempo "de paz y de amor", ni es un momento para "vivirlo en familia", como nos dice la vendedora propaganda. Aunque eso suena bonito, no consuela.
La Navidad es revivir el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. Es decir, que no estamos solos y que todo lo que vivió Jesús, incluido el dolor absurdo y su muerte, no le es indiferente a Dios.
Así como Jesús hecho guagüita requirió tiempo para ir creciendo a ritmo humano, así también el dolor de los padres que han perdido un hijo requiere de tiempo para acostumbrarse a vivir con ese dolor y darle sentido.
El misterio del nacimiento de Jesús está entrelazado con su muerte. Así se nos abre la esperanza de que en toda muerte está la posibilidad de un nacer de nuevo.