Por Neva Milicic, sicóloga.
La capacidad de aprendizaje de los seres humanos es de una magnitud incalculable. Es tan maravillosa que compensa con creces los déficits instintivos que tenemos en comparación con los otros seres vivos, que vienen mejor dotados para sobrevivir en forma autónoma cuando son pequeños.
Ciertamente no valoramos en forma suficiente la capacidad de aprender y lo que ella significa y aporta en calidad de vida, en capacidad de evolucionar y de resolver problemas y de mirar la realidad desde diferentes ángulos.
Una historia contada por el famoso educador americano Leo Buscaglia, quien es autor de un sinnúmero de libros de educación, acerca de cómo su padre le enseñó el valor de aprender resulta muy ilustrativa.
El narra que su padre, que era hijo de una familia campesina en Italia, tuvo que ser retirado en quinto grado de la escuela, ya que por razones económicas debía trabajar.
Cuando tuvo hijos sembró en ellos el valor del aprendizaje inculcándoles la idea de que uno “nunca debería irse a la cama sin haber aprendido algo”.
Para reforzar eso, a la hora de comida cada noche les preguntaba a sus hijos: ¿qué aprendiste hoy? Y cada uno de ellos debía contar algo que hubiera aprendido, aunque fuera el número de habitantes de Nepal.
Buscaglia relata que él y sus hermanos, si bien no valoraban excesivamente esta pregunta de su padre en la infancia, el ritual establecido los obligaba a pensar qué podrían contar cada noche.
Él cuenta que producto de esa costumbre familiar, él antes de dormirse hace un recuento de si aprendió algo y si la respuesta es negativa busca en un libro algo que aprender.
Ciertamente que sería a lo mejor excesivo y quizás aburridor para los hijos hacer esa pregunta cotidianamente, pero hacerlo en forma ocasional contribuye sin duda a la valorización del aprendizaje y, además, ayuda a consolidar lo aprendido.
Qué tal si en vez de preguntarle a su hijo cuando llega del colegio: ¿qué hiciste hoy? le pregunta, ¿qué aprendiste hoy? Pero intente que la pregunta sea formulada en tono de interés y no de control.
También es enriquecedor dejarse espacio para compartir con los hijos un relato que sea interesante según el nivel de desarrollo de los hijos.
La idea es que lo que se comparte, de algún modo, esté dentro del mundo de intereses de los hijos o bien que sea información útil y relevante.
Una de las quejas más grandes de los niños sobre el colegio, es que lo que aprenden, no saben para qué podría servirles. Comprender lo que se aprende puede ser útil y, sin duda, incentiva a aprender.
Una actitud de esta naturaleza frente al aprendizaje contribuye a que las conversaciones familiares sean más interesantes y le entrega al niño la perspectiva de que lo aprendido es algo que tiene un valor.
Valorizar lo aprendido por los hijos y por uno mismo es una señal de sabiduría, que además ayuda a consolidar lo aprendido y le da un nuevo significado.
La capacidad de aprendizaje de los seres humanos es de una magnitud incalculable. Es tan maravillosa que compensa con creces los déficits instintivos que tenemos en comparación con los otros seres vivos, que vienen mejor dotados para sobrevivir en forma autónoma cuando son pequeños.
Ciertamente no valoramos en forma suficiente la capacidad de aprender y lo que ella significa y aporta en calidad de vida, en capacidad de evolucionar y de resolver problemas y de mirar la realidad desde diferentes ángulos.
Una historia contada por el famoso educador americano Leo Buscaglia, quien es autor de un sinnúmero de libros de educación, acerca de cómo su padre le enseñó el valor de aprender resulta muy ilustrativa.
El narra que su padre, que era hijo de una familia campesina en Italia, tuvo que ser retirado en quinto grado de la escuela, ya que por razones económicas debía trabajar.
Cuando tuvo hijos sembró en ellos el valor del aprendizaje inculcándoles la idea de que uno “nunca debería irse a la cama sin haber aprendido algo”.
Para reforzar eso, a la hora de comida cada noche les preguntaba a sus hijos: ¿qué aprendiste hoy? Y cada uno de ellos debía contar algo que hubiera aprendido, aunque fuera el número de habitantes de Nepal.
Buscaglia relata que él y sus hermanos, si bien no valoraban excesivamente esta pregunta de su padre en la infancia, el ritual establecido los obligaba a pensar qué podrían contar cada noche.
Él cuenta que producto de esa costumbre familiar, él antes de dormirse hace un recuento de si aprendió algo y si la respuesta es negativa busca en un libro algo que aprender.
Ciertamente que sería a lo mejor excesivo y quizás aburridor para los hijos hacer esa pregunta cotidianamente, pero hacerlo en forma ocasional contribuye sin duda a la valorización del aprendizaje y, además, ayuda a consolidar lo aprendido.
Qué tal si en vez de preguntarle a su hijo cuando llega del colegio: ¿qué hiciste hoy? le pregunta, ¿qué aprendiste hoy? Pero intente que la pregunta sea formulada en tono de interés y no de control.
También es enriquecedor dejarse espacio para compartir con los hijos un relato que sea interesante según el nivel de desarrollo de los hijos.
La idea es que lo que se comparte, de algún modo, esté dentro del mundo de intereses de los hijos o bien que sea información útil y relevante.
Una de las quejas más grandes de los niños sobre el colegio, es que lo que aprenden, no saben para qué podría servirles. Comprender lo que se aprende puede ser útil y, sin duda, incentiva a aprender.
Una actitud de esta naturaleza frente al aprendizaje contribuye a que las conversaciones familiares sean más interesantes y le entrega al niño la perspectiva de que lo aprendido es algo que tiene un valor.
Valorizar lo aprendido por los hijos y por uno mismo es una señal de sabiduría, que además ayuda a consolidar lo aprendido y le da un nuevo significado.