Por Neva Milicic, sicóloga.
La idea de que todo depende del cristal con que se mira es antiquísima, pero no por ello y más bien, quizás por ello, contiene tanta verdad.
A partir de esa premisa cabe preguntarse con qué anteojos le estamos enseñando a mirar a nuestros hijos.
A través de las múltiples experiencias que un niño tiene durante su infancia y adolescencia y de la significativa influencia que tienen sobre él las personas que lo rodean, el niño se va formando ideas o creencias acerca de la realidad, de las personas, y de sí mismos, que serán decisivas en su mirada y en la lectura que hagan de los acontecimientos que les tocará vivir.
Estas creencias son una especie de bagaje cultural que dejarán un sesgo en la interpretación de las realidades, y de alguna manera serán enormemente influyentes en las emociones, reacciones y acciones de las personas durante todo el ciclo vital.
Así, por ejemplo, Celeste, una niña de siete años, fue educada en la concepción de que el mundo es un lugar lleno de peligros de los que hay que protegerse.
Esta creencia transmitida por los padres era comprensible, ya que tenía su origen en la muerte de un hermano mayor que Celeste, el que tuvo una enfermedad fulminante.
Celeste interiorizó el mensaje que había que estar alerta y vivía con muchos temores. Ante el menor ruido pensaba que eran ladrones, una herida por pequeña que fuera era una tragedia.
Se podría decir que miraba el mundo con los anteojos del miedo y, por supuesto, que esa mirada la hacía muy asustadiza y su actuar era temeroso teniendo una aversión patológica al menor riesgo.
Diferente era el caso de Agustín, un adolescente de catorce años que miraba el mundo con los anteojos de la rabia: El era de temperamento muy impulsivo por lo que sus padres y profesores lo castigaban con frecuencia, las más de las veces desde la rabia y el descontrol.
Agustín pensaba con o sin razón que habitualmente los demás lo estaban agrediendo y, como se sentía atacado, se defendía en forma agresiva.
Obviamente recibía agresiones como respuesta a su agresión, por lo que veía confirmada su hipótesis de que los otros eran agresivos.
Es más fácil modificar las miradas en la infancia, dada la plasticidad cerebral de los niños. En la adolescencia y en la vida adulta es más difícil, pero no imposible, siendo a veces necesaria una intervención terapéutica.
La idea es promover en los niños una mirada lo más realista posible, pero centrada en lo positivo y con capacidad para distinguir los matices, y juzgar las situaciones en forma apropiada.
Un ruido puede ser el papá que llega y no necesariamente un ladrón, como interpretaba Celeste, y una advertencia o un olvido no constituyen necesariamente una agresión, como lo vivía Agustín.
Los anteojos que el niño se ponga determinarán la forma en que viva sus relaciones interpersonales. Si vive asustado(a) le será difícil tranquilizarse y relajarse. Si se pone los anteojos de la esperanza se atreverá a comenzar nuevos proyectos.
Si se pone los de la rabia vivirá enojado y en conflictos. Enfrentar el mundo con una mirada más positiva ayuda a vivir más contento y con menos conflictos, ayude a sus hijos a mirar la vida con anteojos realistas, pero optimistas.
La idea de que todo depende del cristal con que se mira es antiquísima, pero no por ello y más bien, quizás por ello, contiene tanta verdad.
A partir de esa premisa cabe preguntarse con qué anteojos le estamos enseñando a mirar a nuestros hijos.
A través de las múltiples experiencias que un niño tiene durante su infancia y adolescencia y de la significativa influencia que tienen sobre él las personas que lo rodean, el niño se va formando ideas o creencias acerca de la realidad, de las personas, y de sí mismos, que serán decisivas en su mirada y en la lectura que hagan de los acontecimientos que les tocará vivir.
Estas creencias son una especie de bagaje cultural que dejarán un sesgo en la interpretación de las realidades, y de alguna manera serán enormemente influyentes en las emociones, reacciones y acciones de las personas durante todo el ciclo vital.
Así, por ejemplo, Celeste, una niña de siete años, fue educada en la concepción de que el mundo es un lugar lleno de peligros de los que hay que protegerse.
Esta creencia transmitida por los padres era comprensible, ya que tenía su origen en la muerte de un hermano mayor que Celeste, el que tuvo una enfermedad fulminante.
Celeste interiorizó el mensaje que había que estar alerta y vivía con muchos temores. Ante el menor ruido pensaba que eran ladrones, una herida por pequeña que fuera era una tragedia.
Se podría decir que miraba el mundo con los anteojos del miedo y, por supuesto, que esa mirada la hacía muy asustadiza y su actuar era temeroso teniendo una aversión patológica al menor riesgo.
Diferente era el caso de Agustín, un adolescente de catorce años que miraba el mundo con los anteojos de la rabia: El era de temperamento muy impulsivo por lo que sus padres y profesores lo castigaban con frecuencia, las más de las veces desde la rabia y el descontrol.
Agustín pensaba con o sin razón que habitualmente los demás lo estaban agrediendo y, como se sentía atacado, se defendía en forma agresiva.
Obviamente recibía agresiones como respuesta a su agresión, por lo que veía confirmada su hipótesis de que los otros eran agresivos.
Es más fácil modificar las miradas en la infancia, dada la plasticidad cerebral de los niños. En la adolescencia y en la vida adulta es más difícil, pero no imposible, siendo a veces necesaria una intervención terapéutica.
La idea es promover en los niños una mirada lo más realista posible, pero centrada en lo positivo y con capacidad para distinguir los matices, y juzgar las situaciones en forma apropiada.
Un ruido puede ser el papá que llega y no necesariamente un ladrón, como interpretaba Celeste, y una advertencia o un olvido no constituyen necesariamente una agresión, como lo vivía Agustín.
Los anteojos que el niño se ponga determinarán la forma en que viva sus relaciones interpersonales. Si vive asustado(a) le será difícil tranquilizarse y relajarse. Si se pone los anteojos de la esperanza se atreverá a comenzar nuevos proyectos.
Si se pone los de la rabia vivirá enojado y en conflictos. Enfrentar el mundo con una mirada más positiva ayuda a vivir más contento y con menos conflictos, ayude a sus hijos a mirar la vida con anteojos realistas, pero optimistas.