Por Neva Milicic, sicóloga.
Cuando las personas se ven enfrentadas a un problema, conservar la calma y buscar soluciones es difícil.
En parte porque las situaciones son complejas y, en gran medida, porque las emociones invaden la capacidad de mirar la situación con cierta objetividad (sabemos que la objetividad absoluta es una ilusión), lo que interfiere en la capacidad de planificar y evaluar soluciones posibles.
Adriana de catorce años no lograba integrarse a su curso, cuando entraba a un grupo se producía un pesado silencio, lo que le informaba que ella no era bienvenida.
A muchos cumpleaños no era invitada y cuando había que formar grupos ella era la última en ser elegida.
Ella reaccionaba a este comportamiento de sus compañeros(as) con aislamiento y agresión, producto de una reacción depresiva. Al ser tratada con medicamentos, mejoró su estado de ánimo y así logró tener una visión más objetiva.
Se dio cuenta que una parte del problema estaba en que ella quería asociarse con el grupo top, que como sucede algunas veces era bastante arrogante y excluyente, y que, sin darse cuenta, su actitud era muy descalificadora con los otros alumnos del curso.
También tomó conciencia de que no era la única en sentirse excluida y se puso en la tarea de generar vínculos afectivos con compañeras que fueran más cálidas y aceptadoras.
Este aprendizaje no sólo le ayudó a consolidar y mantener amistades, sino que le enseñó a analizar en forma emocionalmente inteligente los problemas.
Algunas emociones como la rabia, la angustia y la pena —que por supuesto son legítimas en ciertos niños(as)— tiene una intensidad tal que les produce un gran malestar psicológico.
Y, a su vez, éste es tan intenso que les interfiere su vida emocional de tal manera que les inhibe la capacidad de pensar soluciones y anticipar las consecuencias de sus actos.
En estas situaciones a los niños les cuesta detener y autorregular sus rabias, teniendo conductas que pueden dañar a otros y a sí mismos.
La conducta más habitual de los padres es tratar de minimizar los problemas, calmarlo y consolarlo, lo que es bueno y comprensible.
Empatizar con el niño y ayudarlo a descomprimirse lo alivia del estrés y crea un vínculo padre-hijo. Pero es necesario cuando ya está más calmado pasar a una segunda etapa ¿Qué podemos hacer?
La sola formulación de la pregunta de esta naturaleza fortalece al niño ya que se le está comunicando que tiene competencias para resolver el problema, darle soluciones sin que tenga la oportunidad de reflexionar le resta autonomía.
Plantearse alternativas y tratar de comprender la lógica de los problemas ayuda a imaginar qué le sucede al otro. No contentarse con culpabilizar, sino que asumir que una parte del problema puede ser mi manera de hacer las cosas.
No se trata que el niño caiga en actitudes autoinculpatorias, pero sí que se abra a mirar los problemas desde la perspectiva de los otros además de la suya.
Enseñarles a mirar los problemas desde diferentes ángulos y a generar soluciones alternativas, más que limitarse, es un gran aprendizaje para la vida.
Cuando las personas se ven enfrentadas a un problema, conservar la calma y buscar soluciones es difícil.
En parte porque las situaciones son complejas y, en gran medida, porque las emociones invaden la capacidad de mirar la situación con cierta objetividad (sabemos que la objetividad absoluta es una ilusión), lo que interfiere en la capacidad de planificar y evaluar soluciones posibles.
Adriana de catorce años no lograba integrarse a su curso, cuando entraba a un grupo se producía un pesado silencio, lo que le informaba que ella no era bienvenida.
A muchos cumpleaños no era invitada y cuando había que formar grupos ella era la última en ser elegida.
Ella reaccionaba a este comportamiento de sus compañeros(as) con aislamiento y agresión, producto de una reacción depresiva. Al ser tratada con medicamentos, mejoró su estado de ánimo y así logró tener una visión más objetiva.
Se dio cuenta que una parte del problema estaba en que ella quería asociarse con el grupo top, que como sucede algunas veces era bastante arrogante y excluyente, y que, sin darse cuenta, su actitud era muy descalificadora con los otros alumnos del curso.
También tomó conciencia de que no era la única en sentirse excluida y se puso en la tarea de generar vínculos afectivos con compañeras que fueran más cálidas y aceptadoras.
Este aprendizaje no sólo le ayudó a consolidar y mantener amistades, sino que le enseñó a analizar en forma emocionalmente inteligente los problemas.
Algunas emociones como la rabia, la angustia y la pena —que por supuesto son legítimas en ciertos niños(as)— tiene una intensidad tal que les produce un gran malestar psicológico.
Y, a su vez, éste es tan intenso que les interfiere su vida emocional de tal manera que les inhibe la capacidad de pensar soluciones y anticipar las consecuencias de sus actos.
En estas situaciones a los niños les cuesta detener y autorregular sus rabias, teniendo conductas que pueden dañar a otros y a sí mismos.
La conducta más habitual de los padres es tratar de minimizar los problemas, calmarlo y consolarlo, lo que es bueno y comprensible.
Empatizar con el niño y ayudarlo a descomprimirse lo alivia del estrés y crea un vínculo padre-hijo. Pero es necesario cuando ya está más calmado pasar a una segunda etapa ¿Qué podemos hacer?
La sola formulación de la pregunta de esta naturaleza fortalece al niño ya que se le está comunicando que tiene competencias para resolver el problema, darle soluciones sin que tenga la oportunidad de reflexionar le resta autonomía.
Plantearse alternativas y tratar de comprender la lógica de los problemas ayuda a imaginar qué le sucede al otro. No contentarse con culpabilizar, sino que asumir que una parte del problema puede ser mi manera de hacer las cosas.
No se trata que el niño caiga en actitudes autoinculpatorias, pero sí que se abra a mirar los problemas desde la perspectiva de los otros además de la suya.
Enseñarles a mirar los problemas desde diferentes ángulos y a generar soluciones alternativas, más que limitarse, es un gran aprendizaje para la vida.