Por Neva Milicic, sicóloga.
Los miedos son una reacción normal frente a una situación que se percibe como peligrosa y, por lo tanto, en una justa proporción son normales, y más aún deseables.
Un niño(a) que no tiene miedo frente a lugares o hechos que lo justifican, puede exponerse a graves peligros.
El miedo es una forma de alarma que avisa y pone en movimiento mecanismos de defensa que los aleja o defiende de situaciones potencialmente dañinas.
Cuando no tienen miedo frente a peligros reales es como si le faltara un sistema de alarma, que está encargado de avisar cuando hay una amenaza, y les falta la capacidad de anticipar los riesgos a que se exponen.
En este sentido, el miedo, como señal de alarma, es básico para la supervivencia.
Sin embargo, en algunos niños hay excesos de temores. Ellos parecen tener un sistema de alarma que está sobreactivado y mal regulado.
Experimentan miedos intensos injustificados con una frecuencia excesiva y en situaciones en que están protegidos y no corren peligro alguno.
Por ejemplo, María de la Luz, a sus diez años, tiene miedo a la oscuridad a pesar de que sus padres estén en la pieza de al lado.
Si la dejan sola, se imagina que necesariamente van a venir ladrones, interpretando cualquier ruido como una amenaza; así, cuando el perro que fue comprado para disminuir sus temores, hace algún ruido, ella interpreta los ruidos como que se trata de ratones a los que además les tiene asco y terror porque teme que le contagien el hanta.
El miedo de estos niños es un miedo a lo que imaginan, más que a hechos reales.
En las situaciones percibidas como difíciles, los niños tienden a sobrevalorar y agrandar el peligro al tiempo que subvaloran, minimizan o más bien ni siquiera visualizan los recursos que tienen para defenderse.
Si bien la presencia de los adultos tranquiliza y disminuye el miedo de los niños, de alguna manera quedan convencidos de que no les pasó nada porque estaban sus padres.
Cuando tenía miedo, María de la Luz se pasaba a la cama de su mamá y creía que si quedaba en la suya le pasarían cosas las horribles cosas que imaginó.
En su imaginación, si los ladrones no vinieron fue porque ella estaba en la cama de su mamá, y si hubiera estado en su pieza, seguro habrían venido, es decir, se trata de una conducta supersticiosa.
Enseñarle a los niños poco a poco a enfrentar sus miedos y ganarles la batalla y a confiar en los recursos que tienen para hacerles frente requiere paciencia y serenidad de los padres.
El control de la imaginación juega un rol central entre los recursos internos que los niños deben aprender para manejar sus miedos.
En la medida que ellos logren dominar o mandar sus miedos y aprendan a poblar su fantasía con personajes positivos y protectores irán avanzando en la no fácil tarea de no dejarse invadir por miedos irracionales que pueden conducirlos a reacciones ansiosas.
Los miedos son una reacción normal frente a una situación que se percibe como peligrosa y, por lo tanto, en una justa proporción son normales, y más aún deseables.
Un niño(a) que no tiene miedo frente a lugares o hechos que lo justifican, puede exponerse a graves peligros.
El miedo es una forma de alarma que avisa y pone en movimiento mecanismos de defensa que los aleja o defiende de situaciones potencialmente dañinas.
Cuando no tienen miedo frente a peligros reales es como si le faltara un sistema de alarma, que está encargado de avisar cuando hay una amenaza, y les falta la capacidad de anticipar los riesgos a que se exponen.
En este sentido, el miedo, como señal de alarma, es básico para la supervivencia.
Sin embargo, en algunos niños hay excesos de temores. Ellos parecen tener un sistema de alarma que está sobreactivado y mal regulado.
Experimentan miedos intensos injustificados con una frecuencia excesiva y en situaciones en que están protegidos y no corren peligro alguno.
Por ejemplo, María de la Luz, a sus diez años, tiene miedo a la oscuridad a pesar de que sus padres estén en la pieza de al lado.
Si la dejan sola, se imagina que necesariamente van a venir ladrones, interpretando cualquier ruido como una amenaza; así, cuando el perro que fue comprado para disminuir sus temores, hace algún ruido, ella interpreta los ruidos como que se trata de ratones a los que además les tiene asco y terror porque teme que le contagien el hanta.
El miedo de estos niños es un miedo a lo que imaginan, más que a hechos reales.
En las situaciones percibidas como difíciles, los niños tienden a sobrevalorar y agrandar el peligro al tiempo que subvaloran, minimizan o más bien ni siquiera visualizan los recursos que tienen para defenderse.
Si bien la presencia de los adultos tranquiliza y disminuye el miedo de los niños, de alguna manera quedan convencidos de que no les pasó nada porque estaban sus padres.
Cuando tenía miedo, María de la Luz se pasaba a la cama de su mamá y creía que si quedaba en la suya le pasarían cosas las horribles cosas que imaginó.
En su imaginación, si los ladrones no vinieron fue porque ella estaba en la cama de su mamá, y si hubiera estado en su pieza, seguro habrían venido, es decir, se trata de una conducta supersticiosa.
Enseñarle a los niños poco a poco a enfrentar sus miedos y ganarles la batalla y a confiar en los recursos que tienen para hacerles frente requiere paciencia y serenidad de los padres.
El control de la imaginación juega un rol central entre los recursos internos que los niños deben aprender para manejar sus miedos.
En la medida que ellos logren dominar o mandar sus miedos y aprendan a poblar su fantasía con personajes positivos y protectores irán avanzando en la no fácil tarea de no dejarse invadir por miedos irracionales que pueden conducirlos a reacciones ansiosas.