Por Neva Milicic, psicóloga.
Muchos padres, que son extraordinariamente preocupados y generosos con sus hijos de una manera no consciente, parecieran recriminarlos con alguna frecuencia por las cosas que éstos tienen, y que ellos cuando fueron niños no tuvieron el privilegio de tener, especialmente si tuvieron infancias difíciles.
Por cierto, la educación de los hijos supone una enorme cantidad de sacrificios y postergaciones de legítimos deseos por parte de los padres.
Pero si un padre le compra un piano a su hija en vez de cambiar el auto es él quien ha tomado una decisión y no sería justo pasarle la cuenta a la niña si no resulta una eximia pianista.
Es legítimo que los padres sientan que los esfuerzos realizados no son valorados por los hijos, y es bueno reconocerlo en el fuero interno, pero hay que tener cuidado de no volcarlo en los niños con un dejo de amargura, haciéndolos sentirse culpables por lo recibido.
Cuántas veces hemos oído decir: "Yo, a tu edad, ya estaba trabajando" o "Nunca tuve las posibilidades de estudiar que tú tuviste".
Son expresiones muy verdaderas, pero si se repiten en forma reiterativa y en un tono inculpatorio, producen un efecto contraproducente en los hijos.
A veces, los niños, al culpabilizarse, no sienten admiración por lo logrado por sus padres a pesar de los obstáculos, sino que se sienten rabiosos con ellos.
Una adolescente decía: "Siento que mi mamá me tiene como envidia, porque yo he tenido más que ella".
Estoy segura de que esta mamá quería muchísimo a su hija, y buscaba darle todas las oportunidades que ella no tuvo.
Pero esta adolescente tenía un dejo de razón; en el discurso había ambivalencia y un deseo legítimo -por qué no- de estar en el lugar de la hija. Deseo que, por supuesto, coexistía con querer lo mejor para ella.
A veces, una buena manera de mejorar la relación es que los padres, y especialmente las madres, no se posterguen tanto y se conviertan en mártires de sus hijos, olvidando por completo sus propias necesidades.
Cuando se asume una actitud de martirio es posible que se les pase a los hijos una enorme factura afectiva.
Atender a las propias necesidades permite adultos más contentos. Las recriminaciones del tipo: "Mira, cuánto te doy y cómo me sacrifico" crean mucho rechazo en los hijos.
Asumir la responsabilidad de que la educación de los hijos sea de excelencia puede, en ocasiones, ser abrumador, pero por supuesto tiene sus recompensas.
Tener a veces sentimientos mezquinos, sentirse cansado o poco reconocido es normal: no es necesario sentirse culpable por ello, pero hay que tener cuidado de no traspasarlo a los hijos, anulando de alguna forma todo lo maravilloso que los padres y las madres sienten y hacen cada día por ellos.
Muchos padres, que son extraordinariamente preocupados y generosos con sus hijos de una manera no consciente, parecieran recriminarlos con alguna frecuencia por las cosas que éstos tienen, y que ellos cuando fueron niños no tuvieron el privilegio de tener, especialmente si tuvieron infancias difíciles.
Por cierto, la educación de los hijos supone una enorme cantidad de sacrificios y postergaciones de legítimos deseos por parte de los padres.
Pero si un padre le compra un piano a su hija en vez de cambiar el auto es él quien ha tomado una decisión y no sería justo pasarle la cuenta a la niña si no resulta una eximia pianista.
Es legítimo que los padres sientan que los esfuerzos realizados no son valorados por los hijos, y es bueno reconocerlo en el fuero interno, pero hay que tener cuidado de no volcarlo en los niños con un dejo de amargura, haciéndolos sentirse culpables por lo recibido.
Cuántas veces hemos oído decir: "Yo, a tu edad, ya estaba trabajando" o "Nunca tuve las posibilidades de estudiar que tú tuviste".
Son expresiones muy verdaderas, pero si se repiten en forma reiterativa y en un tono inculpatorio, producen un efecto contraproducente en los hijos.
A veces, los niños, al culpabilizarse, no sienten admiración por lo logrado por sus padres a pesar de los obstáculos, sino que se sienten rabiosos con ellos.
Una adolescente decía: "Siento que mi mamá me tiene como envidia, porque yo he tenido más que ella".
Estoy segura de que esta mamá quería muchísimo a su hija, y buscaba darle todas las oportunidades que ella no tuvo.
Pero esta adolescente tenía un dejo de razón; en el discurso había ambivalencia y un deseo legítimo -por qué no- de estar en el lugar de la hija. Deseo que, por supuesto, coexistía con querer lo mejor para ella.
A veces, una buena manera de mejorar la relación es que los padres, y especialmente las madres, no se posterguen tanto y se conviertan en mártires de sus hijos, olvidando por completo sus propias necesidades.
Cuando se asume una actitud de martirio es posible que se les pase a los hijos una enorme factura afectiva.
Atender a las propias necesidades permite adultos más contentos. Las recriminaciones del tipo: "Mira, cuánto te doy y cómo me sacrifico" crean mucho rechazo en los hijos.
Asumir la responsabilidad de que la educación de los hijos sea de excelencia puede, en ocasiones, ser abrumador, pero por supuesto tiene sus recompensas.
Tener a veces sentimientos mezquinos, sentirse cansado o poco reconocido es normal: no es necesario sentirse culpable por ello, pero hay que tener cuidado de no traspasarlo a los hijos, anulando de alguna forma todo lo maravilloso que los padres y las madres sienten y hacen cada día por ellos.