Se agarran a puñetes en plazas y terrenos baldíos. Tienen entre 14 y 17 años, son de colegios de elite y, se ponen de acuerdo para encontrarse y luchar, uno a uno, frente a sus grupos de amigos. Hay códigos de silencio que nunca rompen y reglas que no se transgreden. Así se validan entre sus pares, pero los expertos alertan que están legitimando una forma violenta de resolver problemas.
Por J.M. Jaque/L. Gajardo/J. Zamora, La Tercera
Santiago (15) no es de los que arruga. Cuando supo que un tipo de otro colegio estaba amenazando a un compañero de colegio, lo buscó por Facebook y le mandó un mensaje privado: "Fui yo el que te molestó en la fiesta. Si querís meterte con alguien, métete conmigo".
El desafío estaba lanzado: un "mano a mano con piño". Así se llama en la jerga adolescente esta especie de duelo, donde dos antagonistas se ponen de acuerdo para juntarse a arreglar sus diferencias a puñetes.
Así lo hicieron Santiago y su rival: llegaron una tarde de jueves a una plaza cercana a las calles General Blanche y San Ramón, casi al frente del Mall Paseo Los Dominicos. Cada uno fue con su grupo o piño. Los amigos los rodearon.
Se miraron unos segundos y Santiago pegó primero. "Duró 45 segundos. Le rompí la cara y me fui. El pudo ponerme uno, pero con suerte me rozó".
Santiago (nombre cambiado al igual que el de todos los alumnos que entregaron su testimonio para este artículo, porque pidieron resguardar su identidad) quedó con números azules: de cuatro "mano a mano" ha ganado tres.
"Uno lo perdí porque ofrecí mocha de puro choro. Esa vez quedé sangrando y le dije 'ya, paremos', porque no quería llegar a la casa moreteado". Esa es una de las claves de los mano a mano: la pelea se acaba cuando alguien termina en el suelo. Es un código. Porque en este formato de enfrentamientos hay códigos implícitos.
¿De qué se trata todo esto? Se trata de un tipo de peleas que están protagonizando adolescentes de entre 14 y 17 años, que cursan desde octavo a tercero medio y que se está convirtiendo en la manera en que ellos enfrentan sus diferencias.
"Mano a mano" que se dan en plazas, el Parque Araucano o terrenos baldíos. La clave es que no llamen la atención. También hay peleas que cada fin de semana se ven en fiestas particulares, de colegios o en los alrededores de discotecas como la Qube (Plaza San Enrique).
De eso se trata. Porque aunque pueda parecer lo contrario, no estamos hablando de las típicas peleas de calle.
"Hay algo de rito en organizar peleas por las redes sociales y generar atención de los pares", explica Alejandro Maturana, siquiatra infantojuvenil de la U. de Chile, que ha tratado el tema en su consulta de Clínica Las Condes. ¿Qué se quiere demostrar? Fortaleza, "choreza" y cohesión de grupo.
Lo que se ve es un tipo de diálogo mediado por el uso de la fuerza que se está legitimando como una forma de resolver conflictos entre ellos, explica Raúl Zarzuri, sociólogo del Centro de Estudios Socioculturales.
Y justamente, la experiencia grupal es clave para que ellos sientan legítima esta conducta que se da a partir de sus propias leyes, límites y jerarquías.
"Si uno habla con alguno de ellos seguramente va a dar una racionalización de este comportamiento. Y eso significa que para ellos toda la puesta en escena de la situación se torna legítima. Están conscientes de que están fuera de lo permitido, pero la experiencia en sí misma adquiere legitimidad", explica el siquiatra León Cohen.
¿Por qué lo hacen? Porque necesitan experiencias con sentido. "En una sociedad como la nuestra, la multitud es tan abrumadora que tiende a ahogar los sentidos e impedir que la experiencia de vida se torne significativa", sigue Cohen, y en ese punto hace un paralelo con la película El club de la pelea (1999): como en la cinta, lo que hay son jóvenes que buscan generarse sensaciones como triunfo, dolor o superioridad.
Emociones que no forman parte de su vida cotidiana, que muchas veces es plana y bucólica. Y si bien esta búsqueda es permanente en cualquier edad, en ellos se explica porque, a través de la tecnología, tienen acceso a ejemplos de todo tipo y porque a diario están expuestos a la vorágine de la modernidad que finalmente los inseguriza.
Eso explica que estas peleas no tengan una raíz espontánea. No nacen por una patada en un partido de fútbol ni por exceso de alcohol.
Acá, los adolescentes se buscan para enfrentarse e imponerse a sus pares, porque quieren respeto y marcar territorio ante otros, preferentemente, de colegios rivales.
¿Qué las hace diferentes a otro tipo de peleas escolares? La forma de agresividad, los códigos implícitos y el pacto de silencio. En este tipo de peleas la violencia no es previa.
"Es una sutil necesidad de posesionarse con los pares y de marcar territorio expresada de manera violenta por medio de los puños", explica Raúl Carvajal, sicólogo de Clínica Santa María, quien empezó a recibir relatos de estas peleas hace cinco años.
"Cuando hay una predisposición a ser violento es porque hay algo más de cuidado", complementa.
También hay códigos implícitos. Por ejemplo, los "mano a mano" terminan cuando uno cae al suelo. "Ahí se acabó. Hay maleteros que patean en el piso, pero eso no se hace… No es la costumbre. Ahí los del grupo los separan", cuenta Pedro (15), de un colegio ubicado en San Carlos de Apoquindo.
Otro código es la reciprocidad: si te molestan y no enganchas, no hay pelea. "Si te meten hombro (pasar a llevar con el hombro) en una fiesta no hay que responder. Si dices algo te pueden saltar con cualquier cosa y ponerte uno", advierte Gabriel (16), quien estudia en un colegio de Los Dominicos.
Más: los límites. Si bien se han visto manoplas, de ahí no pasa. "Recuerdo a un niño que andaba con manopla. Me decía que la usaba no como un arma, sino para asustar. Yo le preguntaba si tenía miedo a que le sacaran un cuchillo o un arma y me decía que eso no iba a pasar.
No está la lógica que si uno anda con manopla, el otro va a sacar algo peor. No sucede por estos límites implícitos", comenta Raúl Carvajal.
Estos códigos permiten, incluso, que en medio de una pelea surjan acuerdos. Ignacio (17), de un establecimiento de Las Condes, recuerda una pelea que a momentos antes de empezar tuvo un instante de cordura: se cambió el escenario porque había algunos niños en las cercanías.
Y la poca discreción es sinónimo de problemas: "Nos fuimos a una plaza mucho más 'piola'. Ahí formamos el círculo de nuevo y empezó la pelea".
El otro punto es el pacto de silencio. "Antes, cuando había una pelea, siempre el más moreteado terminaba contando. Acá no sucede: termina la pelea, cada uno se va para su lado y se termina el tema", dice Carvajal.
Y es así. De hecho, a las comisarías que cubren el cuadrante oriente de la capital (Vitacura, Lo Barnechea, Los Dominicos y Providencia) el fenómeno no ha llegado. Ninguna registra denuncias ni detenciones por riñas provocados por escolares.
En la Comisaría Los Dominicos le encuentran lógica: a nadie le interesa denunciar porque como son menores de edad, esto implicaría involucrar a sus padres. Por eso prefieren dejarlo ahí.
Como los adolescentes no terminan con lesiones graves, tampoco llegan a los servicios de atención de urgencias. "He visto muchas peleas pero sólo en una un tipo termino en la clínica", dice Benjamín (16), que estudia en un colegio de Lo Barnechea.
"Se habla de esto en los colegios, pero con cuidado. ¿Contarle a un profesor? No. Te pueden llevar a inspectoría o te pueden meter en problemas. No hay confianza para contarles esto. ¿A los papás? Menos", cuenta Martín (14), de un establecimiento del mismo sector.
La Tercera consultó en los cerca de 10 colegios a los que pertenecían los adolescentes que contaron su versión. Menos de la mitad contestó: han escuchado algo, pero no creen que pase entre sus alumnos.
"Me llama la atención que el tema no se haya problematizado y que pase tan desapercibido. Muchos colegios no se enteran o no se quieren enterar. Los papás tampoco llegan a las consultas de los sicólogos preguntando por esto, sino que sale luego en el relato de los niños. Eso es un llamado de alerta", comenta Carvajal.
Es verdad. El tema no tiene visibilidad para el mundo adulto. "Jamás he visto ni escuchado de eso, pero si supiera, me muero. No sé, hablo con el colegio, con los profesores, con los papás", dice Alejandra Barros, apoderada del sector de Lo Barnechea.
"Los cabros de ahora cuentan una cantidad de mentiras increíbles para esconder lo que hacen. Por desgracia encontré que mi hijo y sus amigos andan con manoplas. Me dicen que no las usan, pero cabe preguntarse entonces por qué la tienen", comenta Alicia Gormaz, apoderada de 3° medio de un colegio de Las Condes.
El escenario es como el de la película de David Fincher: la primera regla del club de la pelea es que nadie habla del club de la pelea.
Nada de Pollos
Rodrigo (16), de un colegio del sector de San Carlos de Apoquindo, estaba mal. Su polola le contó que un amigo le robó un "piquito". "Estaban conversando y le corrió la cara". Las mujeres son la razón principal para llegar a los puños.
"Yo tengo compañeras y amigas que no tienen un grupo definido de hombres y hay veces en que entre esos mismos gallos que se disputan a esas niñas se arma una mala onda que puede terminar en pelea", cuenta Cristóbal (16), de un establecimiento del mismo sector.
Rodrigo se consiguió, entonces, el teléfono y lo desafió a un "mano a mano" en un lote baldío de Francisco Bulnes Correa con Camino Las Flores, en Las Condes. Al lado del Fono Mercado Doal, un sector de comercio conocido por el clásico local Pan Polo.
"Quedamos de juntarnos un sábado en la tarde, pero no apareció. ¿Qué pasa ahí? Se corre la voz para dejarlo con mala fama".
Giovanna Villa trabaja hace 30 años en Doal, al lado del sector donde Rodrigo se iba a pelear.
"Acá pasan cosas especialmente después de la hora de cierre. Llegan los cabros todos machucados, uno les pregunta qué les pasó y te inventan cosas ridículas, como que se pegaron con la puerta. Y no falta el que te dice: 'Viera, tía, cómo quedó el otro'".
Contrario a lo que se pudiera pensar, estos adolescentes no tienen el estereotipo del peleador.
"Algunos son tan tímidos que no tienen el perfil de andar peleando. Son más bien inseguros. Eso invisibiliza el tema, porque los papás ven a un pollo, tímido, inseguro y no se imaginan que anda metido en peleas. Pero en el contexto grupal se desvirtúan esas cualidades y aparece la otra versión", dice Carvajal.
Tampoco son los más grandes del colegio: las excepciones llegan a tercero medio, como mucho.
"En séptimo y octavo se empieza a marcar mejor la distancia entre el bacán y el nerd, y el inseguro no quiere quedar apartado. En tercero o cuarto medio están en otra cosa", agrega Carvajal.
La adolescencia es un período en que los cambios físicos y sicológicos generan mucha confusión de identidad y se buscan modelos dentro del grupo porque los pares son, precisamente, los primeros referentes.
"Es un período en que se necesita ser contenido. Los adolescentes están invadidos por emociones intensas y es difícil contenerlos. Y si es el grupo el que finalmente los contiene es más fácil entender estas conductas", dice Cohen.
La impulsividad es muy frecuente en niños de 13 ó 14 años. Se ve en el lenguaje, en la conducta de transgresión. Es la edad en que los padres no son el referente, sí los amigos.
En ese contexto, buscar peleas es casi una forma más de entretención. "En los carretes siempre hay un grupo que por aburrido empieza a meter hombro o quitarle a otro la mina con que está bailando para empezar una pelea", cuenta Diego (16), que estudia en un establecimiento de San Carlos de Apoquindo.
"La típica que hacen es que mandan al más chico del grupo a empujar, uno por reacción le echa la foca y ahí llegan los más grandes", relata. Ese más chico se llama "pollo" o "carnada". Diego los evita.
"Es entre pendejo e innecesario andar buscando a otros gallos para pegarles", dice. Por eso, cuando va de carrete con su grupo se advierten mutuamente: si les hacen hombro, no respondan. "Si llega a pasar algo les avisamos a los guardias. No nos importa quedar como arrugones".
Los "pollos" o "carnadas" son habituales en fiestas particulares, de colegio o en discotecas. "A mí en casi todas las fiestas me meten hombro. Pueden ser de cinco a 10 veces por noche. Pero yo nunca he respondido. Si anduviera con 30 amigos, de más respondo.
Pero con menos, ni cagando. ¿Para qué me saquen la cresta?", concluye Matías (15), de un colegio del sector.