Siempre es lo mismo: ¿por qué los papás de la Antonia la dejan pintarse y a mí no? o ¿por qué a Benjamín le permiten tomar cerveza y a mí no? Para evitar las comparaciones y el conflicto que sigue, hoy los apoderados se ponen de acuerdo en qué reglas seguirán todos los niños, por igual. ¿Un alivio? Claro, pero también una mala táctica si quiere que su hijo madure apropiadamente.
Por P. Sepúlveda, F. Derrosas e I. Latorre, La Tercera.
Las comparaciones son odiosas. Los padres lo saben. Y los hijos de cualquier edad también. Por eso, a la hora de descalificar una regla paterna apuestan al ya clásico: "¿Por qué los demás pueden y yo no?".
Para evitar ese minuto en que lo que viene con certeza es la discusión con el hijo sobre un permiso, los padres comenzaron hace un tiempo a controlar al mayor enemigo externo: los demás padres.
Porque al hacerlo, desaparecen la mayoría de las frases tipo "pero soy la única a la que no la dejaron ir" o "¿por qué Ignacio lleva papas fritas de colación y yo no?", o peor, "a León lo dejan llegar a las 2 de la mañana, ¿por qué a mí no?
En reuniones, a través de mails o por medio de las cuentas de Facebook, apoderados de cursos completos establecen reglas masivas: "La mesada será de $5000 semanal", "las fiestas de los adolescentes terminarán siempre a las 01.00", "sólo los viernes se puede invitar compañeros a la casa".
¿Qué opinan los hijos? En general, nadie les pide la opinión, porque pedírselas es pelear. Además, con este sistema de uniformar niños la autoridad no se pone a prueba: se hace lo que digo, porque lo que digo es lo mismo que hacen los demás.
¿Usted es parte del grupo de los acuerdos y está feliz? No tan rápido. Su autoridad o, lo más probable, la falta de ella está en juego. Y más, le está quitando a su hijo una instancia de discusión, y con eso se hace un favor a usted, pero no a él.
Dos Ejemplos Necesarios
Siempre está el grupo de los que se sienten cómodos con este método. Felices. De hecho, este grupo es el más numeroso. Y como conjunto bien cohesionado, la disidencia no es una opción.
¿Ejemplos? Al menos dos.
Para partir, el de Claudio Riquelme (38). Su hija Constanza, de siete años, no tenía permiso para llevar plata al colegio. Frutas o pan con mermelada era su colación. Pero varios de sus compañeros de segundo básico no practicaban el mismo sistema.
A gran parte de ellos les daban entre 200 y mil pesos diarios para el quiosco. Obvio, las quejas de Constanza eran tan diarias como la plata de los demás.
"Me reclamaba que yo no le daba plata, cuando había niños que compraban bebida o otros kojak. Y que incluso tenía una compañera que le daba plata a otros niños", cuenta Claudio.
Como es ya un infaltable de las reuniones de apoderados, se tocó el tema de dar o no dinero a los hijos, y de forma masiva y unánime concluyeron que no.
"El tema de la plata es complicado y no darles dinero es más sano en todo sentido, nutrición y sicológico", dice Claudio.
Para su alivio, la resolución se cumplió.
Pero claro, en estos grupos concertados la disidencia no es una opción. Y de eso se dio cuenta Verónica (49), que tuvo que aceptar un acuerdo similar, aunque para ella era el peor de los acuerdos.
En el curso de su hija Josefina (10) los padres determinaron que -para entretener un poco la semana- los viernes los niños llevarían el suficiente dinero para comprar un menú divertido: papas fritas y pizza.
Para Verónica fue complicado, por no decir terrible: su hija sufre sobrepeso y comer una vez a la semana comida chatarra hace tambalear cualquier empeño serio por revertir la situación.
Pero al pensar que la niña sería la única sin disfrutar del menú de los viernes, cedió. "Si ellos (los otros padres) quieren darles chatarra a sus hijos, que lo hagan, pero que no influencien a mi hija", dice, pero con la convicción de que hay poco qué hacer. Ella ya cedió...
..."Para los adultos es difícil ponerse en el rol de autoridad. Es mal visto. Se tiende a confundir con el autoritarismo y no como una figura que regula y aplica ciertas normas", comenta Daniela Carrasco, psicóloga especialista en adolescentes, de la U. Diego Portales, sobre la costumbre de acordar normas con otros papás.
Parte del problema es que les cuesta imponer normas frente a la presión que los otros padres les hacen, dice Bernardita Aninat, Subdirectora ciclo media del colegio Sagrado Corazón de las Monjas Inglesas.
"A pesar de que muchas veces eso de que "si mis amigas lo hacen, ¿por qué yo no?" no es cierto", explica.
Pero ya está hecho: hoy los padres temen imponerse a los hijos, por eso los acuerdos: "Además, tienen miedo de que sus hijos se rebelen, y al estar de acuerdo con otros, los límites se imponen con más fuerza", agrega Aninat.
Por eso es que este clima de consensos traspasa las fronteras de la casa familiar y del colegio, y llega, por ejemplo, a los centro de eventos.
Maximiliano Camiruaga, de Camiruaga Eventos, cuenta que en fiestas y graduaciones todos los padres coinciden en ponerse de acuerdo en un punto: el consumo de alcohol.
Ante el interés paterno de que no se les pase la mano con los tragos, crearon un sistema de "fiesta compartida". En un salón los papás, en otro los hijos y en el centro se pone el bar. Todo controlado, y los padres felices.
Lo mismo ha visto Sebastián Newman, dueño de una productora. "A los acuerdos que suelen llegar es que para evitar cualquier conflicto. Sólo se puede vender cerveza", cuenta sobre las reglas masivas para los hijos adolescentes.
Esta opción de acuerdos, dice la sicóloga UDP, permite encontrar un escape al cuestionamiento que los padres sienten con respecto a su rol.
"Hoy todos los padres atraviesan por inseguridades. Antes no eran cuestionados, no valían los argumentos de los hijos, ni sus quejas. Actualmente se enfrentan a muchas preguntas de sus hijos que ellos nunca hicieron a sus padres", dice.
Cuál es la manera de enfrentar el tema: la lógica. La obvia. La que todos evitan a pesar de ser la más razonable: ejercer la autoridad. Así de simple. Y, por lo visto, así de difícil.
Pero da resultado. Lo sabe Lupy (43), para quien las discusiones con su hijo Ignacio (17) siempre llegan al mismo punto, las fiestas. A ella no le molesta que él salga, ni la hora en que quiera llegar. Su única exigencia: ir a dejarlo e ir a buscarlo.
"Siempre discutimos este asunto, porque al resto de sus amigos sus padres lo dejan irse en grupo a las fiestas, pero para mí esa no es una buena opción", comenta.
El costo de mantener su postura con firmeza es que cada vez que Ignacio quiere salir hay pelea.
"He podido hacer valer mi palabra porque a cambio le doy otro tipo de regalías, como por ejemplo ir a buscarlo a la hora que él quiera. Me molesta que los padres se pongan de acuerdo para que los niños anden solos en la noche", asegura Lupy.
Las Peleas No son lo Peor
Lupy se impone. Y eso, claro, cada vez le cuesta una pelea. ¡Qué lata! podría decir con acierto el grupo que está feliz con los consensos. ¡Qué agotador! podría decir con conocimiento de causa la propia Lupy. ¡Que buena cosa! dicen los especialistas (aunque no con esas mismas palabras).
Porque mientras los padres piensan que no pelear es la mejor salida para que los hijos no se enfrenten a la angustia y se frustren, los especialistas dicen que las peleas son necesarias.
"No se habla de autoritarismo. Es claridad, rayado de cancha, diferenciación de roles", afirma Daniela Carrasco.
Los adolescentes en búsqueda de su propia identidad se encuentran en un juego entre ser el niño deseado e ideal de sus padres, y el de hacerse dueño de su propio deseo, indica Catalina Sáez, sicóloga infanto juvenil de la U. Alberto Hurtado.
Por eso las peleas son el escenario ideal para cuestionar el lazo social establecido. "En ellas se ponen a prueba, unos por desafiar los nuevos límites de esta relación y otros por ser reconocidos en su autoridad", explica.
Y la necesidad y eficacia de esta dinámica para la relación entre padres e hijos, está probada. Tabitha Holmes, sicóloga de la U. Estatal de Nueva York, especialista en jóvenes, entrevistó en 2009 a padres y adolescentes sobre los conflictos.
En su estudio, mientras el 46% de los padres calificaba de destructivas y agotadoras las peleas cotidianas sobre horarios, tareas y amigos, para los jóvenes era la oportunidad de defender su punto de vista y opiniones; sólo un 23% de los adolescentes calificó esos enfrentamientos como destructivos.
En la investigación, los adolescentes reportaron, además, que sólo lograban decir lo que sentían cuando estaban arrinconados por sus padres. Para la investigadora, cuando un hijo adolescente discute con sus padres es una muestra de respeto.
Demuestra que valoran lo suficiente a sus padres como para decirles, aunque sea gritando, que no están de acuerdo con ellos y cuál es su pensamiento. Una forma sana de formar identidad, habilidades sociales y el razonamiento complejo.
Los adolescentes necesitan límites y contención clara y rotunda, indica Daniela Carrasco: "Responde a una necesidad que tienen los niños, los cambios los experimentan con angustia y necesitan el límite que el adulto les pone. Necesita confrontarse con ellos. Al no encontrarlo en el mundo adulto enfocará ese enfrentamiento entre sus pares o contra sí mismo".
En la misma línea, Catalina Sáez, sicóloga de la U. Alberto Hurtado, dice que "se deben mirar los conflictos entre padres e hijos no como un espacio de odio, de agresividad porque sí, sino que resignificarlos a la luz del sufrimiento de este tránsito desde la infancia hacia el camino de ser adultos, responsables, con capacidad de mirar al otro respetando el lazo social, lugar básico de estar con otros en libertad".
En este punto, no hay disidencia. Para Lucia Godoy, psicóloga de la U. Andrés Bello, el conflicto es parte de esa etapa. El desafío es ver quién puede más: si el hijo o los padres.
"El conflicto es imposible que termine antes de los 17 años, porque están probando hasta dónde pueden llegar. Como a partir de esa edad comienzan a ser más razonable, ya pueden llegar a acuerdos con los padres y entender motivos".
Ante el conflicto inminente, un padre y madre no deben eludir las peleas y posterior frustración, dice Sáez, porque eso contribuye a que sean incapaces de tolerar luego la frustración, los "no", de la vida.
De hecho, como dice Holmes, más que preocuparse porque pelea con su hijo, debiera preocuparse si no lo hace.
"Si acepta todas las reglas que le imponemos sin protestar, debemos de preguntarnos si es que nos tiene miedo o si le da todo igual y prefiere no compartir sus opiniones con nosotros", dice.