Por Neva Milicic, psicóloga.
Los años de infancia y adolescencia son decisivos para el desarrollo psicológico, pues marcan significativamente el futuro de las personas.
En estas etapas se construye el andamiaje de las estructuras mentales sobre las cuales se desarrollarán las competencias emocionales, cognitivas y sociales.
Estas competencias son las herramientas con las cuales se desarrollará la interacción de los niños y los jóvenes con el medio social en que les tocará vivir.
En la tarea de ser padres, que no es fácil, lo que los adultos vivieron como niños y como jóvenes, junto a sus experiencias emocionales positivas y al tipo de relación que tuvieron con sus figuras de apego, las crisis por las que atravesaron, sus experiencias escolares, las dificultades que debieron enfrentar, las experiencias positivas, los aprendizajes adquiridos, son elementos que podrán ayudarlos a comprender y a ser más empáticos con lo que el niño está experimentando.
En este sentido, conectarse con la propia infancia es una estrategia para recuperar al niño o a la niña que se fue, y que de alguna forma permanece dentro de nosotros.
Tanto los niños de ayer como los de hoy necesitan sentirse queridos y aceptados por sus padres y por el resto de su familia. Necesitan también tener adultos disponibles para jugar, para escucharlos, cuidarlos y transmitirles valores.
La toma de conciencia de la forma en que se ha sido educado, así como la recuperación de ciertos elementos de las vivencias de la niñez, pueden servir como modelos operativos.
Esto permitirá a los padres actuar con mayores niveles de seguridad y confianza en sí mismos.
La seguridad en las competencias parentales propias contribuye a actuar serena, creativa y espontáneamente con los hijos, y por lo tanto da seguridad al niño, porque los niños tienen una especie de radar interno para percibir los sentimientos de sus padres y su seguridad en lo que están haciendo.
Desde esa perspectiva, el recordar la propia niñez permite a los padres apoyar a los hijos en afrontar los procesos de desarrollo y las experiencias que les toque vivir.
Por ejemplo, Carmen contaba que cuando su hija Constanza le comentó que en su nuevo colegio no tenía amigas, el recordar una situación semejante de cuando ella era una niña pequeña le permitió ser más empática con su hija y buscar con ella soluciones a las dificultades de integración social.
Para Constanza, saber que su mamá pasó por una experiencia similar le ayudó a normalizar la experiencia; es decir, a no sentirse tan "patológica" y, además, le dio esperanzas porque vio que ahora su mamá era una persona muy amistosa y querida por sus amigas.
No se trata de creer que el niño(a) es un clon de sus padres. Evidentemente cada experiencia es única y singular, pero también es posible rescatar elementos comunes de la propia infancia, que pueden constituir un aporte en las distintas tareas y desafíos que cada etapa de su vida trae a los hijos.