Por Neva Milicic, psicóloga.
A nadie le cabe duda de que jugar es una actividad que produce la mayor fascinación en los niños. Jugar constituye la forma más habitual por medio de la cual los niños se comunican y aprenden.
La mayoría de los padres lo saben y dedican energía y tiempo para jugar con sus hijos. Están conscientes de que se trata de una actividad que los acerca a los hijos, vinculándolos afectivamente en forma positiva.
Jugar es un derecho del que no puede ser privado ningún niño. Adicionalmente, tiene la ventaja de que ayuda a aprender, y es una experiencia emocionalmente significativa.
El juego es lo más parecido a la felicidad que puede experimentar un niño. Si pensamos que una de las acepciones más aceptadas de la felicidad es "que se trata de un estado emocional asociado a un compromiso pleno, en una actuación sentida como óptima en una actividad significativa".
Los niños tienen extraordinarias capacidades imaginativas, creativas y de aprendizaje, incluso antes de aprender a leer y escribir, y basta entregar a los niños "un entorno suficientemente bueno", para permitir que se desarrollen apropiadamente; el juego necesariamente debe hacer parte de ese entorno positivo, que es tan beneficioso para su desarrollo emocional y cognitivo.
Como sabemos, el cerebro del niño aprende más velozmente que el del adulto, y tiene un mayor número de caminos neuronales disponibles.
En los juegos, el niño estimula diferentes vías y va desarrollando mapas mentales que le permiten entender mejor la realidad. Al jugar, el niño en forma no consciente, va formulando hipótesis y desarrollando causalidades posibles.
Incluso desde muy pequeños -alrededor de los tres años- cuando juegan, van formulando muchas preguntas y sus porqués, expresados o implícitos, lo que los lleva a desarrollar un pensamiento causal.
La imaginación está muy ligada al pensamiento causal, tanto en los adultos como en los niños, y cuando se planifica el futuro, las experiencias del pasado están presentes.
Si la niña imagina que su muñeca tiene hambre, jugará a darle su mamadera y podrá decirle: "Tómatela toda para que crezcas", lo cual es por supuesto un juego, pero a la vez es expresión de un aprendizaje.
Como las emociones en los niños tienen una mayor intensidad que en de los adultos, al tener un menor desarrollo de la corteza frontal, se les hace difícil lograr regularlas e inhibirlas.
El proceso de aprender a autorregularse toma tiempo. El juego es un poderoso laboratorio para el desarrollo de emociones positivas, tanto hacia los objetos como hacia los otros, sean éstos adultos o compañeros de juego, y también para favorecer la autorregulación.
Hay muchas razones para favorecer contextos en que los niños puedan jugar, pero quizás la más importante es la felicidad que les provoca y la fascinación que sienten por hacerlo.