Para
alegrarnos, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un
Dios cercano, que calienta nuestro corazón.
“Estad
siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres … El Señor está cerca”
(Fil 4, 4-5).
Me
alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre de hacer el
pesebre. Pero no basta con repetir un gesto tradicional, aunque sea importante.
Hay que intentar vivir en la realidad del día a día lo que el pesebre
representa, es decir el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo
san Francisco: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla
contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner en práctica mejor el
mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo
un niño pequeño.
El pesebre es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría. Ésta no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amado por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros.
Miremos
el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han
tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo están
llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan, y sobre todo están seguros
de en su historia está la obra Dios, Quien se ha hecho presente en el pequeño
Jesús.